Elizabeth Duval, escritora y activista española por los derechos de las personas trans, escribió en 2021 un ensayo denominado Después de lo trans.
Anclado en lo que se denomina como “epistemología feminista”, es decir, a partir de un análisis de la epistemología -que es el estudio del conocimiento- desde el punto de vista feminista, implica repensar la forma en la que el género influencia nuestro concepto del conocimiento y a las “prácticas de investigación y criterios de fundamentación de la teoría”.
La epistemología otorga a los grupos marginados, como las mujeres o las personas negras, un “privilegio epistémico” el cual sostiene que existe un potencial de entendimientos del mundo menos distorsionado que el que pueden tener los grupos dominantes, como los hombres y las personas blancas. Esta metodología presenta muchas ideas nuevas respecto a análisis androcéntricos o etnocéntricos, los cuales presentan una comprensión incompleta del mundo.
Así, un “punto de vista” no se trata tanto de la perspectiva sesgada de un sujeto, sino de las “realidades” que estructuran las relaciones sociales de poder en las que se encuentra inmerso ese sujeto. En este sentido, quien habla en primera persona, encarna en su propia vida y en su propio cuerpo que habla a partir de su experiencia.
La autora de este libro y desde estos parámetros epistemológicos, esboza una crítica a la noción de “tolerancia”. ¿Por qué? Porque, citando a Pier Paolo Pasolini: “La tolerancia, y debes saber esto, es siempre puramente nominal. No conozco ni un solo ejemplo ni un solo caso de tolerancia real. Porque la «tolerancia real» implicaría una contradicción en los términos. El hecho de «tolerar» a alguien es igual a «condenarlo». La tolerancia es una forma más refinada de la condena.”
Desde acá posiciona su existencia y desde una primera persona, sostiene que no necesita ni aspira a la compasión, a la pena y expresa su rechazo visceralmente a la posición de culpa que se desprende de la noción de tolerancia, por la hipocresía que detrás de ella se esconde.
A principios del siglo XX, aparecieron las dos primeras definiciones -una a cada lado del Atlántico- sobre lo que era ser trans. Por un lado la ciencia europea, sostenía que los sexos se solapaban en distinto grado, considerando que “todo hombre tiene algunos rasgos femeninos y toda mujer tiene algunos rasgos masculinos”. Por eso, para la ciencia europea de principios de siglo XX, las personas trans serían casos en los que los rasgos femeninos y masculinos estarían presentes en un equilibrio demasiado estable sin que uno de los dos lados de la balanza tuviera un peso innegablemente superior. En Estados Unidos, en cambio se consideró que había una firme oposición entre los dos sexos biológicos, por lo que la existencia de personas trans era tratada como una enfermedad mental.
Este “debate” se cerró en 1980, cuando esta última concepción fue recogida por la Segunda Edición de la DSM (Manual de diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales) como “trastorno de la identidad de género”.
Por otra parte, la autora nos repasa los motivos por los cuales el género es una institución social y por eso no concierne a todxs. El hecho de que se experimente individualmente no anula la existencia de elementos que constituyen al género y que no tienen que ver con uno/a mismo/a, tan solo un ejemplo de esto es la división generalizada del trabajo.
Elizabeth sostiene que en el régimen de la heterosexualidad, una mujer en general, si es percibida como tal, es decir, si es esa la imagen que tenemos de ella, será objeto de una violencia específica. En este sentido, el libro vuelve a correr el debate de la existencia o no de una vulva, es decir de la genitalidad para dar cuenta de que a las mujeres trans se las asesina y sufren violencias similares a las mujeres cis.
Así, el hecho de que los genitales de una mujer trans difieran de aquellos que se “supondrían” por el esquema sexual de su violador no hace que su violencia deje de ser una violencia estructural.
En este sentido, el sexo no es una realidad objetiva – por lo tanto la opresión sobre las mujeres no se fundamenta en el sexo. Este argumento es fundamental porque es lo que separa un feminismo transincluyente de otro transexcluyente.
Por eso, la opresión de las mujeres no vendría por la materialidad del sexo hembra o su capacidad gestante, como algo inherente, natural, biológico y determinante. La opresión tendría lugar, por el contrario, como efecto de una convención histórica que permite que una pluralidad de cuerpos sea generizada de manera que ocupe la categoría mujer. El libro de Duval se inserta dentro de lo que se denomina como “constructivismo” y abre una serie de preguntas, por ejemplo, de cómo tipificar o trasladar a la arena legal y jurídica estos supuestos: si con conceptos indeterminados en la ley, a partir de una especie de negacionismo del sexo de las personas o “ceguera” o, por el contrario, a partir de una concreción y especificidad del sujeto jurídico, y consecuencia, entender al sexo como algo constatable.
Elizabeth abre el debate pero toma postura por la primera de las propuestas, ya que defiende la idea de que se discrimina por la percepción del esquema sexual que es algo completamente diferente a decir que se discrimina por el sexo.
Esta idea de “esquema sexual subyacente” implica una representación de genitales convencionalmente femeninos para las mujeres trans y, en consecuencia, se manifiesta como la violencia contra las mujeres ya que su base y fundamento es la dominación masculina sobre las mujeres. Esta violencia, también es aprendida a partir de una ideología patriarcal, también, estructural. Este entramado induce a los sujetos a concebir a las mujeres como inferiores o subordinadas a los hombres y a tratarlas como tal, o a percibirlas en tanto que objeto de deseo.
Elizabeth se pregunta también qué es la violencia de género correctiva. La violencia correctiva es aquella que se ejerce contra individuos que, en proporciones no excesivamente minoritarias, se desvían de los guiones y esquemas que deberían seguir en tanto que hombres y mujeres, y llegan a sufrir así lo que se ha denominado como “control social del género”.
Así, Elizabeth plantea que, en el caso de una mujer trans, es mucho más frecuente que se solape violencia estructural que mencionamos más arriba, con esta violencia correctiva.
En palabras de la autora: “La violencia correctiva, pues se busca doblegar y retorcer aquello que se ha desviado de la norma o que, incluso, la ha degenerado, al tratarse de un cuerpo que «tendría que haber sido» masculino y perceptible como tal, y sentirse el violador como engañado y con motivo suficiente para aumentar aún más la intensidad de su violencia.” (p. 108)
Pero, la violencia correctiva es sistémica (o, lo que es lo mismo, estructural) contra las disidencias ya que concierne a las agresiones, microagresiones y distintas formas de maltrato contra lesbianas, homosexuales, bisexuales, mujeres excesivamente masculinas, hombres excesivamente femeninos o incluso, y simplemente, refiere a aquellas personas que se atrevan a divergir de aquello marcado como la norma en un determinado momento histórico.
Como primera conclusión entonces, podemos decir que el género, en tanto sistema posibilita dos tipos de violencias de género: por un lado la violencia estructural y, por el otro, violencia correctiva.
Pero ¿cómo aprendemos todo esto que es efecto de un sistema? A partir de la generización, la cual constituye el proceso de la adquisición de la diferencia sexual, que según Butler se manifiesta a través de la imposición de esa diferencia sexual. Esta no es una imposición que se sucede una sola vez, sino como una que se ejerce y se vuelve a ejercer de manera constante. Pensemos, por ejemplo, cuando nace un hijo. No consultamos y perforamos sus orejas si es nena. Si es niño, a medida que crece le cortamos el pelo constantemente para que lo mantenga corto. Y así sucesivamente. En este sentido, es por repetición que esta diferencia sexual se impone.
Otras autoras, muy tempranamente y de manera muy lúcida, que se han vuelto el canon dentro de los estudios y teorías feministas, como Teresa De Lauretis quien presenta en su ensayo Tecnología del género que el género es (una) representación –lo cual no quiere decir que no tenga implicaciones reales o concretas, tanto sociales como subjetivas, para la vida material de los individuos. Y, que la representación del género es su construcción.
Por eso, concluye que en el sentido más simple, puede afirmarse que todo el arte y la alta cultura occidental es el cincelado de la historia de esa construcción.
El análisis prosigue con que la construcción del género continúa hoy con tanto bullicio como lo hizo en épocas anteriores, como la victoriana. Y no exclusivamente en aquellos lugares donde uno se lo esperaría –en los medios de comunicación, en las escuelas privadas y públicas, en los juzgados o cortes; en la familia nuclear, extendida o monoparental. También continúa, quizá de forma menos evidente, en la academia, en la comunidad intelectual, incluso, en las prácticas vanguardistas y teorías radicales, y, de hecho, especialmente en el feminismo.
Para Elizabeth Duval, como parte del colectivo LGTBIQ+ tiene más importancia el hecho de que sea LGTBIQ+ que las cosas que hace. Y avanza sobre, lo que a mi parecer, es el núcleo de su planteo. Sostiene que la noción de “lo trans” no puede describir a un colectivo demográficamente o sociológicamente coherente, porque, al igual que ocurre dentro de cada colectivo, no existe una equivalencia entre las personas trans mayores que viven en la calle y la juventud trans que se puede asimilar a una relativa normalidad, que alcanza una estandarización o passing.
Así, conceptos que se usan, a menudo subsmidos dentro de una única catogira, y de forma intercambiable como transgénero, transexual, gender variant, travesti, queer carecen de congruencia sociológica pues se incluye una diversidad de personas en un mismo saco. La autora sostiene que es una manera de aparentar una supuesta igualdad entre todas las personas presuntamente reagrupadas por un mismo concepto que no existe.
En este sentido, “lo trans” termina también por ser una imagen, una proyección que también los feminismos y estudios de género contribuyen a crear.
“No puede enunciarse que, vengamos de donde vengamos, de alguna manera, todas somos la misma. (…) compartiremos nuestra incapacidad gestante, compartiremos algunas experiencias en la infancia (y solo quizá), compartiremos miedos, imaginarios, pero no podremos ser la misma. Porque yo no tuve, por exclusión laboral, que empezar a prostituirme; porque yo no tuve que acceder a hormonas de forma clandestina; porque a mí nunca me agredieron con una violencia de tal intensidad.” (p. 147)
La autora insiste, entonces, en poner el acento sobre la diferencia. Esta diferencia es condición sine qua non de existencia.
Por otro lado, el lugar de las personas trans en el discurso social al hablar sólo de sí mismas es hacer de ellas mismas un objeto de consumo.
Vamos con un ejemplo bien concreto, ya que me parece que es lo más jugoso y el corazón del libro.
Dentro de las producciones españolas, la serie catalana Merlí, en uno de sus capítulos, expone el comportamiento del personaje principal, un maestro que se destaca por su progresismo, el que incita a sus estudiantes, a partir de una pedagogía de desobediencia y el libre pensamiento, frente a la nueva incorporación de una profesora trans a la escuela en la que da clases. Merlí hace tanto foco en la importancia de su inclusión en la escuela, que la pone de ejemplo reiteradamente para hablar de discriminación y de exclusión. Finalmente, por exceso, termina por incomodarla y discriminarla al hacer foco todo el tiempo en su condición de trans. Construyendo una condescendencia y celebración de lo trans muy en boga en el mundo y en las organizaciones a través de lo que se denomina como pink washing es que Merlí termina por poner en jaque al espectador/a por su alevosía hacia lo políticamente correcto.
¿Alguna vez te sentiste así?
POR ILENIA AROCHA
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