Parece una obviedad, pero no lo es. La pandemia nos ha transformado de modo radical. Si bien esta nueva normalidad ha traído cambios marcados y muy fuertes en cuanto a una nueva sociabilidad, a una suspensión de los vínculos físicos, al sobresalto de las emociones, también provocó nuevas formas de contacto, y de consumo cultural. Se ha dicho muchas veces que la pandemia no crea nuevas condiciones o situaciones inéditas sino que profundiza las ya conocidas, les encuentra vicios y virtudes.
Antes de la pandemia no teníamos tiempo: no nos alcanzaba el día para trabajar, estudiar, recrearnos ni divertirnos. Ahora tampoco. Siempre nos gustó leer, ver series, ir al teatro, al cine, a los museos, comer, beber, comprar ropa y llegar a casa. Y volver a ver series, películas, leer, comer, beber. Hoy, no podemos ir a los lugares donde esos hechos ocurren pero los vemos por las pantallas, siempre encendidas por toda la casa. La actriz Maggie Smith en la serie Downton Abbey, preguntaba con falsa ingenuidad: ¿Qué es un fin de semana? Eso, por motivos opuestos a los de la señora de la nobleza, nos está pasando: no distinguimos los tiempos del trabajo, el estudio, el de la recreación ni el de los placeres. Tampoco los días.
Ver series como esta saga de una realeza paralela en el interior británico nos ha llevado en estos días al único viaje posible: el que se produce a través de las ficciones audiovisuales, muchas de ellas de una calidad cinematográfica inigualable. Downton Abbey involucra a su audiencia viajando a la Inglaterra monárquica, a la importancia de los rituales, a una serie de conductas y costumbres que ya son historia. Nos hace soñar, algo fundamental en estos tiempos. Las series han sido importantes desde los años 50 del siglo pasado. Desde entonces, cada generación ha tenido programas y series con las que ha creado vínculos emocionales. El giro se inicia en el año 2001, las series que se emitían empezaron a representar la nueva atmósfera de miedo que surgió con el atentado a las Torres Gemelas. “Series como Los Soprano y El ala oeste de la Casa Blanca, que se estrenaron en 1999 -año en que comienza ese paradigma que hemos llamado la tercera edad de oro de la televisión- se convierten en precursoras de toda una explosión de creatividad y de talento”, dice el crítico español Jorge Carrión.
El mundo de las series que hoy se ha vuelto un campo cultural fundamental se volvió tema de agenda, de conversación. No sólo se ven las producciones que terminaron de filmarse a fines de 2019 y principios y de 2020. Hubo quienes se dedicaron a ver ficciones que ya se volvieron clásicas en este universo como Mad men; Breaking bad; The wire, House of cards, Black mirror o The Sopranos.
Hay muchas tendencias de gustos, uno que siempre genera interés es aquel que funde política y paranoia. Veamos.
Black Mirror, la ficción británica, hace referencia a ese espejo negro que tienen todas las pantallas de las nuevas tecnologías que usamos como los smartphones o las tablets y nos muestra el reflejo más oscuro de nosotros mismos en dichos aparatos. La serie nos habla de lo incontrolable de las redes sociales; de cómo la tortura puede transformarse en espectáculo; del deseo de la fama y el dinero; de la memoria registrada en chips, del amor entre humanos y tecnología…
El 11 de septiembre de 2001 cambió la historia del mundo. La real y la ficcional. Muchos soñaron con una nueva Guerra Fría. Esta vez se moldeaba un enemigo poderoso, un actor que aparecía en escena y no tenía una cara o un campo definido, era un terrorismo ultramoderno que alimentó ficciones de todos los calibres. Una de ellas fue Homeland una gran serie de 96 capítulos en ocho paranoicas y tensas temporadas en las que la actriz Claire Danes, en la piel de la agente Carrie Mathison de la CIA, nos transformó a todos en parte de una conspiración. O en sus víctimas enloquecidas con neuronas alteradas que no hacía capaces de ver una temporada completa en una noche de desvelo. Los conflictos reflejados parecen una emisión en vivo de la CNN: explosiones en un mercado en Islamabad, persecuciones en Kabul, pantallas que mostraban el rumbo carnicero de un misil lanzado hacia lugares sospechados de terrorista.
Carrie convivía con el terrorismo, tenías los mejores contactos y amigos en Siria, Afganistán, Turquía o Alemania. Donde iba ella, algo malo iba a pasar: su olfato la conducía por los laberintos de una medina hacia un escondite, una fuente de información, un error… sabía donde se escribía el destino del mundo. Subía a las limusinas de los presidentes, ganaba su confianza. El equipo de producción se reunía año atrás año con agentes de inteligencia activos y retirados, funcionarios del Departamento de Estado y periodistas. De esas reuniones secretas salían muchos de los temas y argumentos que alimentaban las tramas de cada episodio. Homeland iba en paralelo con el mundo real.
En la sexta temporada apareció un activista de ultraderecha llamado Brett O’Keefe que atacaba a la presidenta de EE.UU. en cada aparición. El personaje llamó la atención y un aludido del mundo real respondió ante la ofensa que creía iba en su contra. Era Alex Jones, un radiofonista con millones de seguidores tanto de su emisora, ubicada en Texas, como de su página web, InfoWars, y sus canales en YouTube. Trump lo ha elogiado en varias ocasiones y parece que también es uno de sus referentes periodísticos preferidos. ¿Quieren saber más de Jones? Vean la serie Patriota no deseado en la que estandapero Hasan Minhaj retrata con desparpajo e investigación periodística cosas insólitas e increíbles de la vida cotidiana estadounidense. Allí aparece retratado este personaje alentando a los grupos anticuarentena, supremacistas y ultraderechistas de una gran ensalada estadounidense.
En Homeland se consolidó la presencia del actor Yevgeny Gromov, entre otros. Un agente ruso que va más allá de una relación de espías con Carrie y que transforma la conclusión de la serie. El actor es Costa Ronin quien ya sabía interpretado a un agente soviético en la impactante The Americans.
The Americans ha sido una serie impactante, tuvo fans notorios como Barack y Michelle Obama y su cierre dejó muy impactado a su público. “El final de The Americans fue elegante, potente e inolvidable”, tituló The New Yorker cuando terminó la serie. El inminente final de la Guerra Fría aceleró el desenlace de la misión de los espías soviéticos en Washington, el del matrimonio de Philip y Elizabeth y el destino de sus hijos Paige –involucrada como agente secreta junior– y Henry un muy adaptado ciudadano estadounidense. Con Mijail Gorbachov en el poder de la Unión Soviética todo empieza a cambiar. Y a derrumbarse. Justamente el apoyo parcial al líder amenaza con dividir a la familia de los Jennings los “ilegales” buscados sin éxito por el FBI. Y la agencia federal es justo el lugar de trabajo de Stan Beeman, el investigador vecino de los agentes rusos que estrecha lazos con toda la familia y los atormenta con su amistad y sus deseos de compartir secretos y cervezas. Toda la trama es gran retrato de época.
Para concluir el terreno de los nervios, nada mejor que una historia real de mafiosos. Esas donde reina la paranoia, donde un mal paso puede costar la vida. Nuestro padrino es el nombre de un documental que presenta a Tommaso Buscetta. Un matón y un hombre que buscaba amor. Buscetta es ese padrino que encontró un refugio en Brasil: un lugar para hacer negocios y creer por momentos que podía hacer otra vida. Fingió que podía olvidar el juramento de membresía vitalicia de la Cosa Nostra. Un objetivo que logró a medias. El documental, realizado por Mark Franchetti y Andrew Meier, muestra a un hombre que cuando toma distancia del lugar que lo forjó como mafioso, sueña con el paraíso en la tierra, quiere cambiar de vida, pero ya es tarde.
Tomasso Buscetta fue el menor de 17 hermanos criados en una zona muy pobre de Palermo. Ascendió rápidamente la pirámide del delito. Robó, estafó, tejió un historial delictivo y se ganó el apodo de Don Masino. En 1946 ya era ya miembro de la familia de Porta Nuova; su primer jefe fue Giuseppe “Pippo” Caló. Desde muy joven le interesó Sudamérica. En Río de Janeiro abrió una fábrica de vidrios pero no le fue bien y volvió a Palermo en 1950. Se vinculó al clan de Salvatore La Barbera hasta que en 1963 estalló la Primera Guerra de la mafia y se fugó a Estados Unidos. Buscetta volvió a Brasil y allí construyó un imperio basado en la producción y el tráfico de heroína y cocaína, con un sistema de aviones para poderlas transportar por todo el mundo. También tenía empresas para para lavar dinero. Fue arrestado por la policía brasileña el 2 de noviembre de 1972, extraditado, encarcelado en Palermo y condenado a diez años de cárcel. Escapó y volvió a Brasil para huir de la segunda guerra de la mafia que había iniciado el sanguinario Totò Riina. Todo un periplo regado de sangre y de tensión permanente.
Como sentencia la investigadora Ana Tous: “La ficción es el auténtico motor de la industria televisiva”. Carrión sostiene que “seguramente en 10 años va a llegar otro factor de disrupción que va a cambiar el ecosistema cultural, como lo hicieron Netflix o Amazon. Lo que uno puede ver en el presente son síntomas que podrían ser tendencia luego, como las series con capítulos breves, que duran entre 12 y 15 minutos. Seguramente, cada vez va a ser más importante el giro feminista y femenino y habrá más actores y actrices con algún tipo de minusvalía o discapacidad”.
En su libro El lenguaje de los nuevos medios (Paidós Ibérica), Lev Manovich
teorizó sobre el impacto de las nuevas tecnologías en nuestra forma de consumir cultura e insiste en la importancia que está adquiriendo la velocidad de trasmisión. En el cine, por ejemplo, un hecho que tiene lugar hoy es analizado en un producto cultural que aparece muchos años después. Las series, sin embargo, hablan de este momento. Muchos episodios hablan de acontecimientos que han tenido lugar semanas antes de que los podamos ver. Las series están retratando este momento, han modificado la escena familiar, la agenda de entretenimiento. La pandemia nos ha cambiado para siempre. Las series han hecho su aporte fundamental. Fin de temporada.
POR HÉCTOR PAVÓN