Dos educadoras de + de 60 escriben sobre los títeres con los que crecieron

Hay títeres entrañables y también algunos que dan miedo, títeres que aún están en nuestro corazón y en nuestros actos. Hay otros que luchamos por desterrar y logramos que se vayan, pero, aunque creemos que es para siempre, los sentimos volver apenas nos descuidamos un poquito. Cada títere que está, o que se fue, nos deja una huella, un intento de ser de un valor impuesto (podríamos decir que algunos nos han hecho pasar muy malas experiencias). Hoy, aún a nuestra edad, aquí estamos para transformarlos, transmitirlos y vivir con los que nos hacen bien (a medida que pasan los años nos vamos dando cuenta de todo lo que podemos seguir haciendo).

Imágen de títeres en primer plano

Nacimos en una época, a mitad del siglo XX, en la que todavía la homogeneidad solía ser la protagonista.

Las hijas mujeres éramos educadas con los valores de nuestras madres, que, a su vez, los traían de las abuelas.

Casi todo era tan calcado que podríamos decir que los títeres que se vendían en las jugueterías tenían las características de los valores que nos enseñaban: cuidate de los extraños, no muestres tus saberes (si es que tenés alguno interesante), encontrá a un buen hombre y siempre tené preparada su comida y sus pantuflas, el que trae la plata es el único que se considera trabajador.

Nuestros juegos, al igual que los expresados en los títeres, replicaban lo que hacían los adultos: jugar a la mamá, a comprar, a cocinar. Y los juguetes nos acompañaban: muñecas para vestir, diminutos juegos de cocina y de té para las visitas. Si se podía, si la economía familiar lo permitía, quizás te regalaban la máquina de coser Norita. 

En la vida cotidiana nos exigían escuchar y hablar poco, ni se nos podía ocurrir desafiar a un adulto expresando disconformidad o “demostrando” que sabíamos más, “cuidá a tus hermanos”, “aprendé a planchar”, “bueno, si tenés tiempo, tocá el piano”.

Todas estas obligaciones tenían como objetivo asegurar la virginidad antes del matrimonio. Y esto era tan importante que se hacían las cuentas y los chismes podían seguir circulando incluso dos años después del casamiento. ¿Más ejemplos? Cada una de las lectoras nacidas cerca de los años ‘50 o ‘60 debe recordar cientos. A pesar de las diferencias sociales, geográficas y culturales, los modelos prácticamente se repetían.

Y acá llegamos a un punto en el que nos preguntamos cómo puede ser que dos mujeres que se conocieron en el 2004, y que vienen de lugares totalmente distintos en tantos aspectos, hoy se consideren hermanas.

La primera familia, la de una de nosotras, era “de la Capital”, y “más abierta a los cambios”. Igualmente, era “la oveja negra” entre la familia extendida (tíos, abuelos), en el barrio y en la escuela. A sus integrantes las y los miraban raro, no respondían a los parámetros de los años sesenta. ¿Por qué? Porque los padres estaban separados, el padre era psicoanalista y se consideraban agnósticos. Además, llevaban a sus hijos a colonias de vacaciones por veinte días y, transcurrido ese plazo, iban a buscarlos (situación que seguro desarrolló su independencia), hijos que ya tenían terapias para resolver los problemas.

En la feria a cielo abierto del barrio, en la escuela de las hijas mujeres y en danza, se las señalaba como excéntricas. Aunque no querían reconocerlo, se trataba de una familia como cualquier otra. Parecían distintos y distintas, pero sus títeres eran los mismos, algunos afectuosos, otros miserables, e incluso algunos daban miedo.

La segunda familia era del Norte, de Tucumán. Los mandatos norteños eran fuertes y los juguetes repetían las actividades hogareñas. Pero, además, en este contexto, las hijas mayores acompañaban y cuidaban a los menores, se heredaban las ropas, los libros y la escuela. Los chicos compartían la mesa, pero en silencio. Se cuidaba al hombre de la casa porque él cuidaba de todos y todas.

En la mesa norteña de los años `50 y el `60, los chicos se alimentaban con lo que sobraba: primero comían los adultos (porque trabajaban) y si los hijos estaban excepcionalmente en la mesa, y más aún si eran nenas, debían estar mudos y mudas. Un gran logro era mandar a las hijas a una escuela religiosa, no solo para que se les impartiesen contenidos, sino también para imponerles valores. Las escuelas no eran mixtas. En las de mujeres se enseñaban labores y puericultura (cómo cuidar un bebé, ¡desde los 13 años!). En las escuelas de varones se daban actividades prácticas y carpintería… cosas de gente laboriosa y fuerte.

¿Y cómo nos conocimos? Cambiando, muy de a poco y venciendo resistencias muy fuertes en cada cuna de nacimiento.

Ambas elegimos nuestras profesiones, aunque ninguna de las dos familias estaba de acuerdo, porque ser maestra era poco y se habían esforzado mucho para tener hijas “inteligentes”.

Encontrarnos en el estudio fue vencer nuestros propios miedos, ambas grandes para comenzar un master, enfrentar dificultades y superarlas. Creemos que, como mujeres (¿feministas?)  de este siglo, pudimos hacerlo porque nos acompañamos y “fuimos” parte de la otra.

¿Cómo podés elegir tus propios títeres para avanzar en la vida, para pasar a las personas que querés? ¿Cómo podemos ser mujeres independientes, pero no “solas”? ¿Cómo es estar sola, pero no en soledad? ¿Cómo podemos hacer lo que nos gusta, lo que valoramos, lo que creemos justo y al mismo tiempo sostener el trabajo, la familia, la casa y los tiempos de ocio? ¿Cómo logramos enfrentar los desafíos económicos y no descuidar el inmenso amor que sentimos por nuestras familias?

La vida hizo que la amiga nacida en Tucumán se instalara en el Sur. En esa travesía aventurera, angustiante y necesaria, abraza a su muñeca Pier Angeli que va vestida de patinadora, con malla roja. Intuye que eso es lo que hizo que, muchos años después, pudiera abrazar a sus alumnitos de primero con tanto afecto. Ve a su hermano jugando con destreza a las bolitas, las figuritas o al balero y, como buena docente, hoy reconoce la precisión ojo mano, la rapidez, el reflejo. Eso la hace reflexionar sobre lo que necesita su nieto para aprender a manejar un auto.

La otra amiga, siempre en lo que hoy ya es C.A.B.A., vive analizando qué le hace bien a los/as demás, cómo acompañar las diferencias. Piensa en algunos traumas que tuvo que sobrellevar y cree fervientemente en la terapia, pero también en las amistades, los equipos de trabajo, en estar en el corazón de los demás y tener en el suyo a mucha gente. A veces es duro, porque la cabeza da mil vueltas. 

A las dos nos pasó algo similar; nos sabemos complementarias, para estar en los momentos difíciles y los alegres, y siempre a más de 1000 km de distancia. Desde hace algún tiempo, este valor adopta un nombre casi musical: sororidad. Nosotras la aprendimos de nuestras hijas, nuestras nietas y nuestras colegas más jóvenes.

Una de nuestras hijas dice que somos feministas desde antes de que existiera el término. Porque, para nosotras, muchos actos no eran pecado o peligros para la vida, sino que ya los considerábamos necesarios y sanos en determinadas ocasiones. Les transmitíamos que la virginidad no signa un matrimonio perfecto, ni siquiera es una condición que nos haga superlativas. Hoy, con más de sesenta cada una, tratamos de transmitir un feminismo que nos iguale, que nos permita ser quienes queremos ser, no lo que nos imponen. 

¿Qué títeres de nuestra infancia traemos a este siglo XXI? Un gran ejemplo es la grandeza de la amistad, que se refleja en el jugar con los hermanos en la vereda y compartir el tiempo. ¿Cuántas murallas sorteamos, cuantos puntos de encuentro tenemos? Necesarias y complementarias, podemos estar horas conversando, entendiendo nuestras alegrías y dolores. 

Hemos dicho basta a muchas cosas (cada una a un matrimonio no del todo satisfecho), hemos enterrado a nuestros muertos con dolores que no hallan palabras, hemos llorado en abrazos a la distancia…y somos sobrevivientes.

Caminamos juntas por diversos caminos, y vamos guardando nuestros tesoros: los viajes compartidos, las lecturas y películas que vemos y veremos, los logros de los hijxs y nietxs. También compartimos nuestras conquistas: sabemos usar el drive, el celu, la compu, comprar por internet, reírnos de pavadas, recorrer ferias artesanales en todo el continente, comer rico y buscar nuestra pequeña felicidad.  Somos mujeres mayores con “energía infinita”, como nos dicen en el trabajo. No sabemos decir que no, y si nos queda un tiempo libre, salimos a buscar más.

Por Nancy A. Helman y Sara F. Gianardo

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